Es la canción de Ellen de un poema
épico de Sir Walter Scott "La Dama del Lago" (y no Ave María, como
suele denominarse).
Pues no, no es
una obra religiosa, ni se corresponde con la famosa
oración del rosario, ¡ni siquiera se titula Ave María!
Ahora bien, como las dos primeras palabras de
su letra son las únicas que normalmente entendemos los castellano parlantes, es
posible que Ellens dritter Gesang (en alemán, Tercera Canción de
Ellen) permanezca para siempre en el acervo popular como el Ave María
de Schubert.
Sin embargo, en sus orígenes,
esta canción tenía poco de pía. Se trata del penúltimo lied
perteneciente a un ciclo de siete, cuya temática se parece más bien a la del
cine de aventuras: espadas, reyes, acción y la lucha encarnizada de tres
caballeros por el amor de una hermosa dama.
Está dividido en seis cantos que se
corresponden con el tiempo de la acción, pero la trama resulta un tanto
farragosa y combina 3 historias.
Por un lado, están los tres
caballeros que se quieren ligar a la Dama del Lago (Ellen Douglas).
Por otro, la enemistad del padre de
Ellen, James Douglas y el rey de Escocia, James V.
Todo ello, en el contexto de una
guerra entre clanes escoceses. En fin, un lío que acaba, milagrosamente, con
todos felices y la Dama casándose con el Rey.
En el momento en que Ellen canta su
tercera canción, sin embargo, se encuentra escondida con su padre en la Cueva
del Duende huyendo, precisamente, de James V.
Por ello invoca y pide la protección
de la Virgen María.
Por lo demás, y aparte de las dos
primeras palabras de la letra (que se repiten en el estribillo), esta
no coincide con la oración latina, si bien, en arreglos posteriores, se ha
adaptado el texto católico a la música de Schubert.
Se trataba de canciones sencillas
(tienen su origen en la tradición luterana que abogaba por una música cercana
al pueblo, comprensible), consistentes en una sola voz con acompañamiento para
piano y basadas en poemas literarios.
En ellas el objetivo era llevar la
expresividad de las palabras a la música.
Por ello, no es de extrañar que
fuera precisamente durante el Romanticismo (un periodo en el que se enfatizaban
la fantasía, los sentimientos, la capacidad evocadora de la música…) cuando
este tipo de composición alcanzó su mayor auge, de mano de compositores como Shubert
precisamente, y, posteriormente, Schumann.
Otra posible razón de su éxito fue,
precisamente, su sencillez: en el siglo XIX la música se «democratizó».
Apareció un nuevo público burgués,
anónimo, que no sólo llenaba las salas de conciertos sino que también empezó a
demandar obras que poder interpretar como aficionado.
Esta es la razón de ser de todas las
«pequeñas formas musicales» propias del siglo XIX (lieder, nocturnos, valses,
impromptus…), del reinado incólume de los intrumentos románticos por excelencia
(a saber, piano y violín) y de todas las sociedades filo-?musicales que aún
perduran en la actualidad (desde orfeones a sociedades filarmónicas).
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